JOSÉ MANUEL PÉREZ RIVERA, ARQUEÓLOGO Y ESCRITOR
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Ceuta, domingo de Pentecostés, 19 de mayo de 2024.

Espero siempre con expectación el domingo de Pentecostés. Desde que visité por primera vez el valle sagrado de San José, me han sucedido acontecimientos increíbles. Este es el día en el que desciende al mundo el Espíritu Santo para renovar nuestras almas y la del mundo.

Me ha costado un buen madrugón, pero ha merecido la pena contemplar el alba. Unos segundos antes de que sonara el despertador a las 6:00 h, me desperté y empecé a prepararme para venir hasta aquí con el propósito de ser testigo del inicio de un día tan especial.

Al salir a la calle todavía era de noche, pero al mirar al Hacho ya se apreciaba algo de claridad. Durante el camino comprobé que la aurora iba a ser memorable. En mi recorrido por la pista de la Lastra no perdía de vista el horizonte donde el espectáculo era de una belleza sublime.

Las nubes convergían hacia el punto por el que tenía previsto salir el sol. Su proximidad se notaba por el esparcimiento de oro fundido por el horizonte y por el fuego de las nubes transformadas en llamas rojas como la sangre.

Las aves ocupaban las ramas de los árboles cercanos para disfrutar del momento sin parar de entonar sus melodías en agradecimiento a este nuevo día tan especial. Las más aficionadas a hacerlo son las currucas capirotadas y los mirlos. Una bandada de vencejos volaban sobre mí con sus agudos chirridos y sus vuelos acrobáticos. Cuando los seguí con la mirada me fijé en los mensajes escritos entre las nubes con carácteres indescifrables.

Entre los vencejos se entremezclaban las rapaces dibujando círculos en el cielo.

Una enorme y densa nube cubría el Yebel Musa. Pareciera que esta nube es la matriz de la que se desprenden ángeles blancos como la espuma del mar que surcan el cielo celeste en dirección a Ceuta.

Voy escribiendo, cuaderno en mano, tomando nota de mis percepciones  e intuiciones. A cada momento me paro para inhalar los distintos matices de las fragancias que desprende la naturaleza y para captar el sonido de las aves. Los pinos me llaman también la atención para que me fije en ellos y les cite en mi escrito. Los primeros rayos solares resaltan sus imponentes figuras.

Me acerco a la tumba de Sidi Boudras. Observo, como tristeza, que ha sido destruida, supongo que por fanáticos que se consideran los portadores exclusivos de la verdad y para los que solo existe una forma de vivir la espiritualidad. Se equivocan quienes así actuán. Dios es transcedente y al mismo tiempo inmanente. Está en nuestro corazón y en todo lo que nos rodea: la naturaleza, el cosmos, el aire que respiramos, la luz que nos aporta vida y sabiduría, eenden de sus pétalos y en toda la belleza que contemplo en este instante.

 

Me llama la atención las huellas de unos pies descalzos en la inmediaciones de la tumba del santo. Puede que se trate del mismo al-Khidr que habita en el bosquete que rodea la última morada de Sidi Boudras.

En el trayecto hacia el santuario he seguido las misteriosas huellas de los pies descalzos, a la vez que observo a los ángeles que vuelan hacia Ceuta.

El corazón del santuario está más vivo que ayer. Los acantos están más abiertos y las rosas más hermosas. Un curioso petirrojo merodea el manantial y se deja ver, aunque no logro fotografiarlo, algo que consiguo con una alegre curruca.

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